Dr Jose Abad

Máscaras de la pandemia

El Dr. José Abad, psiquiatra, coordinador general de Lavinia y delegado de ASISA en Valladolid, comparte con los lectores de Compartir su visión de cómo la pandemia por coronavirus ha cambiado las relaciones humanas.

Si hace unos meses, un buen día al salir de casa, vemos que todo el mundo va enmascarado, habríamos dado un respingo de sorpresa; estupefactos y extraños ante tamaña irrealidad trataríamos de darle sentido: ¿un mal sueño distópico?, ¿una representación festiva? No, no puede ser; ¡es una imaginación! ¡Estoy viendo visiones!  Y, sin embargo, hoy contemplamos este obligado y necesario enmascaramiento con total normalidad y sintonía. Este hecho nos da cuenta de la sorprendente capacidad de adaptación del ser humano ante la realidad que le toca vivir. Somos animales altamente adaptativos y acomodaticios. Pero ante todo somos seres sociales, somos personas.

Y, de pronto, aparece una nueva pandemia (coronavirus), que, como toda gran catástrofe, hace que surjan miedos atávicos, ancestrales y aparezcan otros. Ante lo desconocido la mente y la concomitante angustia nos llevan a buscar situaciones parecidas y encontrar las soluciones ya sabidas. Estamos ante una paradoja: el enemigo es indudablemente social y lo que provoca es fortalecer la cultura del interés propio (“huye pronto, regresa tarde”) y, por tanto, el individualismo. Pasamos a ser más vulnerables. Al miedo propio de la pandemia se unen las advertencias y los temores que nos transfieren los que están en condiciones de tranquilizarnos y gobernarnos con eficacia y que están empeñados en zurrarse la badana.

Definitivamente, la mascarilla se ha convertido en el símbolo indeleble, absoluto, de la pandemia. En una época de miedo nos tenemos que poner la imprescindible mascarilla, que nos borra la cara, que nos impide reconocer en lo inmediato al otro, cuando “la cara es el espejo del alma”.

Pero no reconocer al enmascarado que se nos acerca nos da miedo. Nos falta el gesto. El gesto, el buen gesto, es lo primero que confirma si el otro viene con buenas o malas intenciones. Solo nos quedan sus ademanes, solo nos quedan sus ojos. Pero nos miramos sin saber si sonreímos o ponemos cara de asco o repulsión ¿Qué hacer? ¡Que nos lean los ojos! Se hace fundamental el lenguaje de ojos. El lenguaje de ojos pasa a un primer plano. Es decir, miramos y nos miran, probablemente con la misma inseguridad y recelo.

Pero por mucho que temamos y queramos prescindir de él, el ser humano cuenta tan solo con el ser humano: le quiere y le aborrece; cree ilusamente y desconfía; le teme y por él da la vida. Somos plenamente dependientes, precarios y frágiles. Necesitamos sus cuidados y estamos hechos para cuidarnos e ignorarnos. Pero en ausencia de contacto con sus homólogos, pierde interés por la vida y muchos de sus irreemplazables deseos e intereses desaparecen; le abandona la razón de vivir.

Con anterioridad a la pandemia, estábamos viviendo el incesante apogeo de la denominada digitalización (internet…), y que desde el comienzo de la pandemia ha pasado a ser un instrumento esencial, icónico, para acometer todas las dimensiones de la catástrofe. Es difícil encontrar un área, una organización, una institución, en la que pueda ser prescindible. “O te digitalizas o desapareces.” No podemos negar su inestimable importancia y valor, y en una sociedad en la que la soledad y el aislamiento crecen exponencialmente la tecnología es útil, pero como procedimiento vicario.

Mascarillas, coronavirus, digitalización. Pero esto ¿qué es? Somos adaptables. ¿Pero tanto?

Toda relación humana es una mezcla de momentos de unión y convergencia de estados emocionales y momentos de desunión y divergencia, y momentos en los que buscamos reparar dicha diferencia o divergencia. A lo largo de la vida, aprendemos involuntariamente cuál es la distancia física y psíquica idóneas y qué es lo que podemos esperar de nuestro entorno emocional y cómo utilizar al otro para regular nuestras emociones. Nueva paradoja: el que nos protege nos puede infectar. No te puedes fiar del semejante.

Para bien y para mal, el coronavirus nos clasifica con toda su crudeza en dos categorías: o estamos enfermos o miedo, pavor a estarlo. Ante la feroz incertidumbre exigimos “verdades” y una rápida terminación de esta calamidad que nos está tocando vivir. Buscamos y anhelamos esperanza. Revisamos datos y estadísticas. Nos aparece una pasmosa credulidad. Esto nos sucede en una época en la que, previamente, vivíamos casi ajenos a la enfermedad y la muerte. Queríamos ser inmortales. Y, sin embargo, el miedo también ha espoleado al individuo y a la sociedad a buscar soluciones médicas, no médicas y organizativas. Baste reseñar el descomunal esfuerzo individual de la búsqueda de una vacuna y la enorme capacidad logística para su distribución y que imaginativamente, la sociedad, el individuo, vuelva a “conjurar el peligro”.

No cabe duda que fue el miedo al contagio, a las epidemias, lo que posibilitó el descubrimiento de las vacunas y el desarrollo de la salud pública y medicina preventiva. El miedo paraliza, bloquea, desagrega, confunde, pero también aguza el ingenio, busca soluciones, nos socializa y puede obligarnos a ser más receptivos y humanos.

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