El fenómeno detrás de ‘Sirat: Trance en el desierto’, la película preseleccionada para los Oscars
El último film de Oliver Laxe ha conseguido convertirse en la revelación del año del cine español, gracias a un heterodoxo relato iniciático repleto de ecos alegóricos y espirituales.
En el islam, el sirat es el puente que pasa por encima del infierno y que todas las almas deben cruzar para tratar de llegar al paraíso. El cuarto largometraje de Oliver Laxe, producido por El Deseo, narra el particular periplo de un hombre interpretado por Sergi López, en compañía de su hijo menor, que llega a una rave en Marruecos para tratar de encontrar a su otra hija. Es un trayecto catártico, y tan arduo como atravesar el inframundo, tanto para los personajes como para el espectador; una muestra honesta y arrebatada de film-experiencia que no ha dejado indiferente a nadie, y que ha situado a su director más allá del circuito de arte y ensayo, gracias al empujón que ha supuesto obtener el premio del jurado en el Festival de Cannes.
Lo viejo y lo nuevo
Sirat: Trance en el desierto revienta las costuras de lo narrativo para proponer una inmersión sensorial en un imaginario contemporáneo, el de las raves, y al tiempo ancestral, como el desierto, que sirve aquí de poderosa metáfora de una inmensidad primigenia que nos sobrepasa. Hay en este film rabia antisistema, una elocuente expresión de un mundo en crisis y también una búsqueda espiritual que conecta con las preocupaciones de un director que ha decidido alejarse del frenesí urbano para vivir en Vilela, una pequeña aldea de Lugo sin apenas habitantes.
Esta opción vital parece encajar a la perfección con las obras anteriores de Laxe, relacionadas con la corriente del denominado slow cinema o cine contemplativo, nacido para oponerse al frenesí banal de tantas propuestas cinematográficas actuales, basadas en la obsesión por el puro entretenimiento. Pero, en esta ocasión, el cineasta dota a su film de una furia inusitada, ausente en títulos anteriores, como Mimosas (2016) o Lo que arde (2019).
El espíritu de observación bressoniano da paso a algo mucho más orgánico y textural, que consigue que el espectador sienta el dolor y las dificultades de transitar por el desierto de un modo parecido al de un clásico de culto del cine estadounidense de los años setenta, Carga maldita (1977), de William Friedkin. Al mismo tiempo, las resonancias alegóricas evocan al Pasolini de Teorema (1968) o La pocilga (1969), así como a los viajes iniciáticos del cine de Andrei Tarkovski.
Del underground a los Oscars
Laxe es un hombre de casi dos metros, con un aspecto cercano al de un músico de rock de la era del grungeo de un modelo de pasarela, que cultiva el gesto introspectivo y pausado, y que da la impresión de meditar largamente lo que quiere contar. Su carrera ha discurrido, hasta ahora, en los fecundos márgenes de un underground que le ha proporcionado más reputación crítica que ingresos de taquilla.
Con Sirat: Trance en el desierto, de forma inesperada, ha conseguido asaltar los cielos, cruzar el puente para llegar a una popularidad que quizá pueda incomodarle un tanto. Ahora nos queda la duda de saber si su siguiente proyecto será un film que le conceda un lugar más o menos estable entre audiencias más amplias o si preferirá volver a la pureza del cine más exigentemente autoral. En esta decisión quizá tenga que ver su desempeño en unos Premios de la Academia de Hollywood que, a priori, no parecen propicios para un film inclasificable como este.
En sus entrevistas, el cineasta no teme mostrar ese lado místico que para él existe en las personas que optan por una vida nómada, persiguiendo el placer perpetuo en fiestas de música y drogas situadas en limbos terrenales. Los ravers son, en su opinión, aparentes víctimas del complejo de Peter Pan que, sin embargo, se revelan lo suficientemente maduros como para “conectar con la carencia, con la fragilidad, con la herida”. En un mundo en el que todo nos impele a alcanzar un equilibrio mental prácticamente imposible, esta película osa mostrar la poética que radica en la aceptación de la anomalía, en la apuesta por lo excéntrico y lo marginal.
Una bella rareza
Pese a contar detrás con el apoyo de la productora de los hermanos Almodóvar, no deja de ser un milagro que Sirat: Trance en el desierto haya conseguido conmocionar a tantos espectadores. Inevitablemente, un film tan poco confortable como este también ha generado hostilidades y decepciones; algo que evidencia que no nos hallamos ante una obra previsible ni fácil de digerir.
Su espíritu no es tan distinto, al fin y al cabo, del de algunas películas de los cineastas vanguardistas de los años veinte del pasado siglo, que concebían el cine, más que como un medio de comunicación de masas, como un auténtico médium, capaz de capturar con el ojo de la cámara lo telúrico, lo inasible, lo trascendental, y arrojarlo a la pantalla. Si les interesa saber más sobre esta propuesta insólita en nuestras carteleras, no dejen que se la cuenten. Sea cual sea la experiencia final, Sirat: Trance en el desierto solo puede sentirse en carne propia.